mayo 24, 2011

Mi Predicador Favorito: La Secuela [1]


La iglesia como casa de empeño
Milton Acosta, PhD



En una ocasión, un amigo pastor me contó de su interés en invitar a la iglesia a cierto predicador internacional. El famoso predicador le envió por email la lista de los sermones que podría predicar con el precio al lado de cada título. Unos sermones costaban más que otros. Ninguno era barato.
En otra ocasión, un predicador internacional, me contó de una invitación que le hicieron para predicar en una iglesia en otro país; le preguntaron que cuánto cobraba. Él respondió “yo no cobro por predicar; lo que ustedes quieran darme estará bien.” ¿Cuál de los dos predicadores te parece que actuó bien?
Un predicador en la Biblia que enfrentó esta misma situación fue el apóstol Pablo en su relación con la iglesia de Corinto. En el mundo greco-romano donde vivió Pablo, había una expectativa sobre el pago al predicador. El problema es que la iglesia de Corinto pensaba como el primer predicador y Pablo como el segundo.
Para los corintios, las marcas de un predicador son: la elocuencia, la imagen, el pedigrí, los milagros y la tarifa (2Cor 10–13). No parece muy distinto de lo que vemos hoy en día, pero apenas tenemos espacio para hablar de la tarifa en este momento.
“Si un predicador no tiene una tarifa,” le decían a mi amigo sin tarifa, “es porque no valora lo que hace; y si ese es el caso, no nos interesa.” Los corintios, por su parte, tienen a los predicadores en tal pedestal que “Aguantan incluso a cualquiera que los esclaviza o los explota, o se aprovecha de ustedes, o se comporta con altanería, o les da de bofetadas” (1Cor 11:20). Para ellos el predicador puede tratarlos como sea y cobrar lo que quiera; le pagan lo que pida o lo que la cultura dice que se le paga a un orador. Según parece, llegaron a soportar el abuso y el maltrato.
Ante esto Pablo se pregunta “¿Es que cometí un pecado al humillarme yo para enaltecerlos a ustedes, predicándoles el evangelio de Dios gratuitamente” (2Cor 11:7). El choque entre Pablo y la iglesia de Corinto se produce por la diferencia en las expectativas y por la sensibilidad cultural.
Los honorarios generosos no ofenden a nadie. Pero el predicador debe recordar que es humano, y quienes lo invitan también. Se puede predicar sermones “que gusten” para que generen más ingresos, o sólo ir donde pagan bien; y la iglesia puede pagar predicadores según su gusto. Así, la predicación no está determinada por el mensaje del evangelio, sino por las ambiciones del predicador, la capacidad económica de la iglesia y los gustos de la época.
Sin embargo, tenemos que preguntar, ¿no come también el predicador? ¿no tiene derecho a una vida digna? Si Pablo mismo dice que “el obrero es digno de su salario” (1Cor 9; 1Ti 5:18), como lo dice el evangelio (Mt 10:10), ¿por qué no recibe dinero de los corintios? Me parece que no lo hace por su sensibilidad cultural y espiritual en una situación particular.
Pablo no quiere parecerse a los predicadores explotadores ni quiere que lo confundan con ellos. Está dispuesto a aceptar contribuciones de las iglesias pobres de Macedonia (2Cor 11:9), pero rechaza el dinero de la iglesia rica de Corinto. La decisión es mala para la economía personal, pero indispensable para la salud espiritual tanto de la iglesia como del predicador.
El asunto es complejo porque los corintios son generosos; están dispuestos a darlo todo (2Cor 12:13–14). Pero Pablo percibe que esa generosidad viene de la actitud malsana del “patrón” que han heredado de la cultura. No es fácil ver la raya entre la generosidad cristiana sincera y la generosidad de compra-venta. Como en las casas de empeño, el predicador da y recibe, pero queda empeñado. Con esta actitud Pablo aparentemente empeoró las cosas y por eso tiene que escribir estas famosas Cartas a los Corintios. ©2011Milton Acosta
Continuará …

mayo 04, 2011

Mi Predicador Favorito [3]


Tres imágenes para recordar



Milton Acosta, PhD

El tercer recurso retórico que Pablo utiliza para contrarrestar las divisiones al interior de la iglesia causadas por los gustos oratorios consta de tres imágenes: el agricultor en el campo, el constructor y su edificio y el templo de Dios (1Cor 3:5–17).
Los predicadores son diferentes y realizan funciones complementarias. En otras palabras, no se puede esperar que todos los predicadores sean iguales, ni que cumplan los mismos propósitos, ni que uno solo lo haga todo. Para afirmar esto, el apóstol Pablo se vale de una imagen sencilla, común e incontrovertible: “Yo sembré, Apolos regó, pero Dios ha dado el crecimiento... y ustedes son el campo de cultivo de Dios” (vv. 6 y 9). Esto es arte retórico exquisito: decir mucho en pocas y claras palabras.
 El predicador no debe ser tan modesto como para decir que no ha hecho nada, ni tan arrogante como para pensar que hace crecer la iglesia. La imagen de la Palabra de Dios como semilla y de quienes la escuchan como terreno de siembra es común en el Nuevo Testamento. Como en la agricultura, hay tareas que dependen del agricultor y otras que están fuera de su control.
Los líderes en la iglesia hacen diversas tareas: predicar, enseñar, discipular, aconsejar, exhortar. Sin embargo, ninguno puede hacer crecer a los creyentes ni a la iglesia. El crecimiento de la iglesia es obra de Dios por su Espíritu Santo. Así, el predicador es diligente como el agricultor, pero no sufre de úlceras numéricas; el crecimiento lo da Dios. Esta es una verdad liberadora y comprometedora.
La segunda imagen que usa Pablo es paralela a la primera: “yo, como maestro constructor, eché los cimientos, y otro construye sobre ellos (v. 10). Esta imagen subraya la responsabilidad del predicador y maestro del evangelio. El cimiento es Jesucristo. El material de construcción no son ladrillos, sino dos alternativas: oro, plata y piedras preciosas o madera, heno y paja. Cuando el Nuevo Testamento habla de crecimiento al referirse a la iglesia, no está hablando de crecimiento numérico solamente. Por eso, deberíamos distinguir entre “incremento numérico” y “crecimiento de la iglesia”.
La tercera imagen apunta a la unidad y la indivisibilidad de la Iglesia de Jesucristo. Los cristianos necesitamos una concepción más grande de la Iglesia. Mal hacen los líderes que mantienen a sus feligreses en la oscuridad, haciéndoles creer que su iglesia, congregación o denominación es la Iglesia de Jesucristo, que fuera de ésta no hay más, y que Dios sólo se ocupa de ellos. La iglesia es una, es sagrada, ha existido por más de dos mil años, está esparcida por todo el mundo y no tiene santa sede. Esto lo hace posible Dios porque su Espíritu habita en los creyentes. La unidad de los creyentes es tema central en la predicación de Jesús.
A medida que avanzan las imágenes va avanzando la seriedad. El agricultor trabaja diligentemente y espera el crecimiento. El constructor usa sus conocimientos para construir, pero permanecerá lo que haya edificado con los mejores materiales; si no, su obra será destruida. La iglesia es templo de Dios y cualquiera que atente contra ella será destruido por Dios mismo.
Dos reflexiones para terminar. En primer lugar, el predicador necesita de la gracia de Dios para hacer su tarea. No puede sembrar ni construir de cualquier forma. Debe poner a Jesucristo como cimiento y construir con los mejores materiales, es decir, enseñanza basada en toda la Biblia.
En segundo lugar, la iglesia se fragmenta por causa de los predicadores y de los seguidores con mentalidad de farándula. Pablo señala (1) que los creyentes no deben subir a los predicadores a un pedestal que los ponga a competir unos con otros y mucho menos con el lugar de Cristo; y (2) que los predicadores tampoco deben permitir que los suban en tales pedestales, por muy beneficioso que les resulte. Todos los predicadores están en el mismo nivel delante de Dios; el criterio que los rige es la fidelidad: a Dios, al mensaje y a la iglesia. Una señal de la madurez de una iglesia y de testimonio para otros es cómo piensa y habla de sus predicadores. ¿Cuál es su predicador favorito? Fin
©2011Milton Acosta